En un pequeño pueblo rodeado de montañas verdes y ríos cristalinos, Leo, un niño de diez años, despertaba cada mañana no con el canto de los pájaros, sino con el tintineo de las notificaciones de su celular. Aunque vivía con sus padres, su verdadero compañero era su celular. En él, encontraba juegos, amigos virtuales, y un sinfín de vídeos que lo mantenían pegado a la pantalla desde que abría los ojos hasta que los cerraba de nuevo por la noche.
En la escuela, Leo parecía estar físicamente presente, pero su mente y su atención estaban invariablemente en otro lugar: en las profundidades de su dispositivo. Sus maestros intentaban atraerlo con lecciones interactivas y debates en clase, pero Leo solo quería terminar la tarea lo más rápido posible para volver a sumergirse en su mundo digital. Sus compañeros charlaban y jugaban en los recreos, mientras él se refugiaba en un rincón con su celular.
En casa, la situación era similar. Sus padres, ambos trabajadores a tiempo completo, estaban contentos al principio de que Leo pareciera tan autosuficiente y tranquilo, siempre ocupado con su dispositivo. No obstante, empezaron a preocuparse al notar que su hijo apenas interactuaba con ellos o con cualquier otra persona fuera de la pantalla brillante. Los intentos de establecer límites en el uso del celular eran metidos con resistencia y frustración.
Una tarde, un inesperado apagón sacudió el barrio. Sin electricidad, el mundo digital de Leo se desvaneció ante sus ojos. Al principio, se sintió completamente perdido, como un náufrago en una isla desierta. Pero entonces, sucedió algo maravilloso. Con nada mejor que hacer, Leo salió al patio trasero y se encontró con un viejo telescopio que su abuelo le había regalado años atrás.
Mientras exploraba el cielo estrellado esa noche, Leo sintió una emoción que hacía mucho no experimentaba. Al día siguiente, sin su celular a mano (pues aún no regresaba la electricidad), empezó a hablar más con sus padres, quienes le compartieron historias de su infancia y juegos de mesa que habían guardado en el ático. En la escuela, sin distracciones, participó en un proyecto de ciencia y descubrió que realmente disfrutaba trabajar en equipo.
Cuando la electricidad finalmente regresó, Leo no corrió de inmediato a su celular. Algo en él había cambiado. Había descubierto que la vida más allá de la pantalla tenía mucho que ofrecer. Decidió entonces establecer sus propios límites para el uso del celular, dedicando tiempo a sus nuevas amistades y hobbies que había descubierto durante el apagón.
Autores: Jhosue Arteaga, Ariana Benalcázar
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