Escrito por Ariana Amores e Iriel Corral

Lucía estudiaba Comunicación y, como buena estudiante de la era digital, vivía conectada a mil cosas a la vez. Su rutina diaria era un vaivén entre tareas, redes y notificaciones. El setup era funcional: la laptop con un diseño a medio hacer (su excusa para estar «ocupada»), la tele con una serie de fondo que no seguía del todo, y el smartwatch avisándole que aún no había dado ni 2.000 pasos.

Pero donde realmente pasaban las cosas era en su celular. Ahí estaba todo: los chats, los memes, los reels, y, sobre todo, su cuenta de TikTok. Como influencer en construcción, le gustaba ver cómo crecía su comunidad. Ese día, por ejemplo, había ganado 45 usuarios nuevos. Nada mal. Un número chiquito, pero constante. Lo celebró con un sticker en su historia.

Más allá de los likes, lo que de verdad le interesaba últimamente era entender el comportamiento de su audiencia. Se había obsesionado un poco con el famoso “tiempo de permanencia”, esa métrica que TikTok no deja de mostrar en los analytics. Se puso a comparar. ¿Qué videos retenían más a la gente? ¿Cuál era el patrón?

Después de varios scrolls y algunas notas mentales, lo tenía claro: los videos que más atrapaban eran los que contaban historias. Pero no cualquier historia. Las que tenían un toque de escándalo —infidelidades, peleas entre amigos, chismes de colegio— eran las que mantenían a la gente pegada hasta el último segundo. Nada como un “mi esposo me engañó con mi papá” para capturar la atención.

Mientras la laptop seguía abierta y el diseño seguía igual, Lucía pensaba en su próximo video. Algo con historia, con gancho. No necesariamente un drama personal, pero sí con ese ritmo que hace que la gente no quiera deslizar hacia arriba. Porque al final, entre clases, métricas y algo de procrastinación, también estaba aprendiendo cómo funciona la comunicación en la vida cotidiana.